viernes, 6 de mayo de 2011

La verdad es más hermosa que el fingimiento del amor

¿Qué tan dispuestos estamos a sufrir por alguien? ¿Cuál es el límite? La respuesta es personal e intransferible.
La egoísta sensación de merecer que surge por el hecho de dar, no es siempre egoísmo o utilitaria generosidad, sino auténtica dignidad.
Cuando damos lo mejor de nosotros mismos, cuando decidimos compartir nuestra vida en intimidad, cuando abrimos nuestro corazón de par en par y desnudamos nuestra alma hasta el último rincón,
cuando perdemos toda vergüenza, cuando los secretos dejan de serlo, al menos merecemos comprensión, existe merecimiento.
Por supuesto que merecemos en virtud de honesta y franca dignidad.
Que se menosprecie, ignore, olvide o desconozca fríamente el amor que regalamos a manos llenas es desconsideración, vileza del ser, o, en el mejor de los casos, ligereza.
Cuando amamos a alguien que, además de no correspondernos, desprecia nuestro amor, estamos en el lugar equivocado.
Definitivamente, esa persona no se hace merecedora del afecto que le prodigamos. Con una nueva conciencia la disyuntiva empieza a dejar de serlo, la cuestión empieza a hacerse clara y transparente, obvia: si no me siento bien recibido en algún lugar, empaco y me voy.
Nadie de corazón sensato se quedaría tratando de agradar o disculpándose por no ser como les gustaría a los otros que fuera. R.W. Emerson lo expresó de sublime manera: “La verdad es más hermosa que el fingimiento del amor”.
En cualquier relación de pareja que tengas, no te merece quien no te ame, y menos aún, quien te lastime.
¡Haz surgir una nueva conciencia en ti! Incluso, si alguien te hiere reiteradamente sin “mala intención” – este absurdo existe - es posible que te merezca, pero en verdad no te conviene. Definir tus límites, basados en tu dignidad, es el mejor modo de conservar tu…
¡Emoción por existir!
Alejandro Ariza

La princesa y el plebeyo

Una bella princesa estaba buscando consorte. Nobles y ricos pretendientes llegaban de todas partes con maravillosos regalos: joyas, tierras, ejércitos, tronos… Entre los candidatos se encontraba un joven plebeyo que no tenía más riquezas que el amor y la perseverancia. Cuando le llegó el momento de hablar, dijo: —Princesa, te he amado toda la vida. Como soy un hombre pobre y no tengo tesoros para darte, te ofrezco mi sacrificio como prueba de amor. Estaré cien días sentado bajo tu ventana, sin más alimentos que la lluvia y sin más ropas que las que llevo puestas. Esa será mi dote. La princesa, conmovida por semejante gesto de amor, decidió aceptar: —Tendrás tu oportunidad: si pasas esa prueba, me desposarás. Así pasaron las horas y los días. El pretendiente permaneció afuera del palacio, soportando el sol, los vientos, la nieve y las noches heladas. Sin pestañear, con la vista fija en el balcón de su amada, el valiente súbdito siguió firme en su empeño sin desfallecer un momento. De vez en cuando la cortina de la ventana real dejaba traslucir la esbelta figura de la princesa, que con un noble gesto y una sonrisa aprobaba la faena. Todo iba a las mil maravillas, se hicieron apuestas y algunos optimistas comenzaron a planear los festejos. Al llegar el día noventa y nueve, los pobladores de la zona salieron a animar al próximo monarca. Todo era alegría y jolgorio, pero cuando faltaba una hora para cumplirse el plazo, ante la mirada atónita de los asistentes y la perplejidad de la princesa, el joven se levantó y, sin dar explicación alguna, se alejó lentamente del lugar donde había permanecido cien días. Unas semanas después, mientras deambulaba por un solitario camino, un niño de la comarca lo alcanzó y le preguntó a quemarropa: —¿Qué te ocurrió? Estabas a un paso de lograr la meta, ¿por qué perdiste esa oportunidad?, ¿Por qué te retiraste?. Con profunda consternación y lágrimas mal disimuladas, el plebeyo contestó en voz baja: —La princesa no me ahorró ni un día de sufrimiento, ni siquiera una hora. No merecía mi amor.
Cuando estamos dispuestos a dar lo mejor de nosotros mismos como prueba de afecto o lealtad, incluso a riesgo de perder nuestra dignidad, merecemos al menos una palabra de comprensión o estímulo. Las personas tienen que hacerse merecedoras del amor que se les ofrece.
Fuente: Del libro "La culpa es de la vaca", compilado por Jaime Lopera Gutiérrez y Martha Inés Bernal Trujillo. Ed. Intermedio.